El cuento de porqué mis vecinos de arriba pueden invitar a tanta gente a cenar e incluso a dormir y yo no.
Nosotros cinco somos una familia aparentemente feliz. Cuando paseamos por la calle la gente que nos mira seguro que piensa: “Míralos que monos, cuanta felicidad familiar se debe respirar en esa casa”. Y es normal que lo piensen, mi mujer Marta y yo tenemos 3 criaturas increíbles;
Hugo, que es el mayor, está ya en 6º de primaria, el año que viene empieza el instituto y es un niño muy inteligente. Le gusta la naturaleza, colecciona piedras y almejas de playa, tiene pósters de Koalas y de Pingüinos que decoran las paredes de su cuarto, y cuando queda con sus amiguitos en vez de ir a jugar al futbol o a comprarse chucherías va al cine y a ver exposiciones fotográficas. Es un encanto de niño y lo queremos mucho.
Ana es la niñita de la familia, tiene 10 años. Es muy guapa y le gusta siempre vestirse como su madre, más de una vez la hemos pillado probándose sus tacones, sus faldas, incluso sus sujetadores y pinta labios. Es una niña muy avanzada y madura para la edad que tiene. Es una apasionada de la lectura y le encantan las revistas del corazón, se sabe los nombres de todos los famosos, desde Paquirrín hasta Coto Matamoros pasando por David Hasselhoff y Jesulín de Ubrique.
Y la perla de la casa se llama Pablo. Tiene 6 meses, es muy rubio muy rubio como ninguno de la familia, pero ya se sabe, que de pequeños son muy rubios y después con el tiempo van cambiando. Seguro que será futbolista, porque mi mujer Marta, dice que pegaba muchas patadas cuando estaba en la barriguita.
Vivimos en un piso muy bonito, tiene un salón muy grande, una cocina muy bien equipada con vitrocerámica y nevera de acero inoxidable, dos baños y tres habitaciones. La de matrimonio es para Marta y para mí, la más pequeñita es la de Hugo, que como es el mayor tiene que tener un poco más de intimidad, y la otra la comparten la cama de Ana y la cuna de Pablo. Esa es una habitación monísima, la mitad está pintada de rosa para Ana y la otra mitad es de color azul para Pablo.
Como podéis ver somos una familia feliz, normal, con unos hijos felices y normales y con una vida y una casa feliz y normal.
Yo siempre había pensado que no se podía ser más feliz. ¿Qué más podría querer? Tenía una casa estupenda y tres preciosos hijos con la mujer de mi vida.
Pues bien, sigo teniendo esta vida y esta familia de ensueño, pero por otra parte me siento vacío, triste y acomplejado.
Y todo viene por culpa de una mudanza. Más concretamente de la mudanza de los nuevos vecinos de arriba. Una pareja de unos 25 años muy sonrientes y extrovertidos; Carlos y Elena son sus nombres, y hace una semana que viven en el piso de arriba del nuestro, es decir son la pareja que literalmente pisa nuestro techo. Se les ve siempre tan felices, tan jóvenes, tan simpáticos que dan ganas de vomitar.
El problema con nuestros vecinos y la duda de mi existencialismo viene porque el sábado pasado vino Elena - la joven de cabello negro hasta mitad de espalda, de ojos verdes con unas curvas espectaculares, un estilo de vestir inimitable y una sonrisa al alcance de pocos anuncios de dentífrico - y llamó a nuestra puerta.
-¿Te puedo ayudar en algo?- le pregunté mientras intentaba mantener mis ojos paralelos a los suyos, dejando de pensar en “no lleva sostén, no lleva sostén…”
- No, gracias, venía a invitaros a una fiesta que hemos preparado Carlos y yo en nuestro piso para inaugurar el nuevo hogar- Respondió ella mostrando unos dientes tan blancos que podía ver mis incipientes entradas reflejadas en ellos.
- Ehmmm, pues… - titubeé yo mirando hacia atrás y viendo a mi esposa con Pablo en brazos, Ana caminando con los tacones de su madre y Hugo sentado en medio del pasillo leyendo Matilda por quinceava vez. – Muchas gracias por la invitación, pero es que no tenemos con quién dejar a los niños y…- terminé diciendo mientras agachaba la cabeza en síntoma de rendición.
- Bueno, no te preocupes, seguro que hacemos muchas más y ya podréis venir- dijo Elena sin dejar de sonreír. – Ah! Y por los niños no os preocupéis, no armaremos demasiado escándalo – Ahora sí que había terminado la invitación, la conversación, la divina visión de aquel cuerpo y cualquier posibilidad de hacer algo distinto un sábado por la noche.
Después de este diálogo me fui hacia el salón, me senté en el sofá y pensé: “no me molesta para nada la familia que tengo, quiero a mi mujer, a mis hijos y la vida que llevo, pero también quiero invitar a mis amigos a cenar y que se emborrachen aquí y que se puedan quedar a dormir…”
Entonces vino Marta, mi mujer a consolarme y a ponerme los pies en la tierra:
- No te preocupes cariño, algún día llamaremos a mi madre, que se quede con los niños y podremos ir a cenar por ahí- La dulzura de su tono me tranquilizó. Pero yo lo que realmente quería era ejercer de anfitrión, ya no me acordaba de las cenas con mis amigos y amigas, que venían a casa poco después de casarnos Marta y yo, y teníamos habitaciones para que se quedaran todos, lo pasábamos genial…
Pero ahora todo es distinto, llevamos una semana con Carlos y Elena de vecinos y organizan fiestas cada día, y por lo que se ve siempre invitan a quedarse a dormir a sus amigos. Seguro que cenan de puta madre, beben, hacen orgías entre ellos e incluso juegan al Tabú.
Yo he perdido todo este tipo de cosas, esas fiestas, esas borracheras con sus resacas y lo he perdido por culpa de haberme comprado esta casa con sólo 3 habitaciones, las tengo todas ocupadas y no podemos pensar en comprar otra casa, esta está bien, pero no podemos invitar a nuestros amigos.
Y los vecinos de arriba tienen las mismas habitaciones, pero tienen dos libres, además ellos follan más que Marta y yo, seguro que más de tres veces al día, y siguen teniendo espacio en casa para invitar a colegas y hacer de anfitriones.
Y yo también podría tener ese espacio si hubiera usado condón alguna vez.
lunes, 22 de marzo de 2010
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